martes, 17 de diciembre de 2013

Carta a los reyes

Estos están siendo tiempos de cosecha. No es raro; suele ocurrirme, pasar sembrando y arando largos periodos hasta que empiezan a aparecer los frutos aquí dentro de mí. En muchas ocasiones, durante el proceso me he dejado las manos sangrando y el interior hecho jirones, pero siempre he conseguido recuperarme y, sobre todo, entre pequeñas y saludables cosechas año tras año, llega alguno en que recojo no mayor cantidad, sino frutos de fácil digestión que provienen de lo más profundo del terreno. Ocurre cada mucho, es verdad, pero lo que cosecho vale todo el trabajo sufrido año tras año.
Así está terminando este 2013.
Uno de los frutos más sabrosos (¡de cuánta amargura se ha nutrido!) es esta toma de conciencia, real, física –diría- de algo que ya rondaba mis intuiciones a nivel de conocimiento desde que era muy, muy joven. Ahora no es ya un pre-conocimiento; de algún modo ha tomado forma en sabiduría, es decir, en consciencia y vivencia presente: confío en la vida, siento que ella cuida de mí y yo no debo hacer más que dejar de interferir y alejarme de aquello que daña la paz que llevo dentro.
Todo cuanto necesito para vivir lo he tenido siempre (si no fuera así, simplemente no estaría aquí; no habría sobrevivido). Esto un hecho. Y vivir es el regalo, vivir es la fiesta a la que se me ha estado invitando cada día de estos más de 47 años que llevo dando vueltas por el mundo. Abrir los ojos cada mañana y sentir que el aire entra en mis pulmones; que la luz baña mis ojos e ilumina el cuarto en el que dormí cobijada; que mis oídos se llenan de las voces en las calles, las máquinas de limpieza, las discusiones de la gente que pasa, los cantos de alguien que, por la razón que sea, pasa feliz o endulzando su amargura; que la piel de mi cara y mis manos siente el frío de la mañana, mientras el resto de mí se abraza al calor que me proporcionan las mantas; que mi cuerpo se mueve con capacidad de transportarme hasta donde yo quiera; que mi boca puede gozar del sabor del café y mi nariz de su aroma. Sé que están llegando los días en que ya no vea ni siquiera con gafas, en que no escuche siquiera lo que ahora suena encapsulado en una caja metálica por la súbita pérdida auditiva del año pasado, sé que dejaré de moverme con la habilidad que aún tengo (y que nunca ha sido mucha, sino la necesaria). Sin embargo, lo que necesito para vivir seguirá ahí mientras siga viva. Si no, dejaré de estarlo y eso no duele; dejar de estar no hace daño. En el peor de los casos, si el proceso de irme fuera tan doloroso, siempre puedo decidir apurarlo.
Un año y medio viviendo sin trabajo estable ¡y sigo aquí! Esto sólo pude saberlo como he aprendido todo lo que vale la pena: asumiendo el riesgo y descubriendo que ¡sigo siendo feliz! Sólo hay una manera de vivir bien de verdad: saltando sobre los miedos.
¿Qué si tengo todo lo que quiero? ¡Claro que no! Pero es que lo que quiero no es lo que necesito. Lo que quiero es, incluso tan voluble que, a veces, cuando lo he tenido, he descubierto que había “querido mal”, que no me hacía sentir como imaginaba que me sentiría al tenerlo (y, situémonos, no soy de las que nunca haya querido joyas, un coche guapo, un caserón fastuoso o ropa de marca; no es de eso de lo que hablo).
No está mal que yo quiera y sueñe, eso me emplaza a moverme no sólo individualmente, sino política y colectivamente. ¡Pero es tan absurdo que sufra pensando en que perderé algo que en algún momento quise y siento que he conseguido! ¡Tan necio sufrir porque lo que deseo –y confundo con necesario- puede que no lo consiga! ¿Para qué inventarme dolores por lo que no es?
Lo que es, es que estoy, que estar es una maravilla, que no siempre es fácil, pero suele no serlo porque me lo complico con mis pequeños miedos. Es verdad que hace mucho, pero mucho, que no tengo grandes miedos ni grandes deseos que me hagan sufrir, pero algo en mí ha hecho “click” y siento que tengo que deshacerme también de los más pequeños. ¡Estoy aquí y, por lo tanto, tengo todo para estar! Y así ha sido más de 47 años, ¿qué sentido tiene preocuparme por si será así también mañana, el próximo mes o el año que viene?
¡Es tan simple! La vida me va dando lo que necesito para ser y, además, miles de otras posibilidades para que juegue… ¡para que viva! Basta que tome lo que creo que vale la pena y deje lo que no. ¿Me equivoqué? O tal vez ni siquiera me equivoqué y, sencillamente aquello que elegí y fue bueno, ha dejado serlo ahora. ¡Lógico, soy un ser humano jugando a vivir! Tengo que equivocarme y tengo que aceptar que lo vivo cambia. Entonces, sólo toca volver a elegir. Aceptar lo que se ha ido. Dejar atrás voluntariamente lo que me hace daño o no es justo y empezar de nuevo a elegir. Parece duro, pero no lo es tanto, es más duro aferrarse a lo que ya no hace bien; es más duro seguir en donde no se debe estar. Depende de mí cómo interpreto esta propuesta de la vida de “elige nuevamente”. Puedo asumirla con pesar, con culpa o con sufrimiento o puedo sentir que valió la pena porque sigo aquí y ahora tengo más experiencia, más herramientas para seguir jugando a vivir y ¡la invitación a nuevos juegos!
Estos juegos que me va proponiendo la vida no son competitivos. No puedo perder. Son juegos como los que jugaba de niña, jugar por jugar, por el placer de hacerlo, porque no se puede no jugar. Si entro en competencias -aún si lo hago conmigo misma pretendiendo ser mejor persona que ayer (y este es para mí un descubrimiento reciente)- lo voy a convertir en tarea, desvirtuando lo que la vida me está regalando y rompiendo esta paz, esta conciencia de ser, de estar; este bienestar que me habita.
La ética, que ha sido el motor de cada uno de mis movimientos, que ha sido la guía y el sentido de cada pregunta antes de hacer una elección, ha cambiado de lugar en mi vida ahora (tal vez ese fue el “click” que escuché). Sigue en ella; sin compromiso ético no quiero ser –tampoco podría ya-, pero se ha desplazado. En el centro está ahora mimar de mi paz, de este bienestar que siempre ha estado conmigo y que tantas veces he malgastado tratando de apaciguar guerras ajenas que me fueron traídas y que yo acepté por amor. No me daba cuenta de que mi comprensión, mi paciencia, mi capacidad de aguante, muchas veces -la mayoría- sólo sirven para alimentar al guerrero que se nutre de mi paz para seguir en su batalla. Las únicas excepciones válidas son l@s hij@s mientras se les educa. De sus batallas bien vale ser “el descanso del/de la guerrero/a” porque su sola presencia aporta también paz a pesar de sus primeras y dolorosas batallas consigo mism@s y de sus primeros encuentros con guerras ajenas. Aquí está mi truco, la razón por la cual ahora puedo permitirme el lujo de sólo cuidar de mí. Misión cumplida.
Mi paz, ahora, está en el centro y mi ética, a su servicio. Puedo dar lo que tengo a quién lo pida y sepa aprovecharlo sin dejarme a cambio sus cargas. Es su tarea deshacerse de ellas, como es la mía no permitir que nadie las ponga en mí. Bastante me ha costado deshacerme de las propias y, sobre todo, de las ajenas adoptadas al haber olvidado poner mi propia figurita en cada ejercicio de ética hasta que ya estaba muy cansada. Demasiada explicación, demasiada amable solicitud, demasiada paciencia, demasiada comprensión.
Así, lo que empezó hace casi una semana e iba a ser una especie de carta al 2014, una carta a Papá Noel para los “regalos” de este año porque “he sido buena”, se ha ido convirtiendo en una declaración de abandono a la vida. Escribía, borraba, editaba. Buscaba el modo exacto de pedir, tan preciso que esta vez no me equivocara al formular mis -pocos y humildes- deseos. Al final (no al final de una semana, sino al final de años), esto es lo que escribo.
No pido nada, no quiero nada. Sé que la vida me seguirá dando, como ha hecho ya largamente, todo lo que necesito mientras tenga que ser. Seguiré tomando lo necesario que me da. Seguiré jugando los juegos que me propone procurando no perturbar mi paz y, si puedo, sólo si puedo y mientras no me dañe, contagiarla. Lo que no tengo, no lo necesito y lo que elija de tanta oferta, lo tomaré y lo compartiré mientras me haga bien y lo dejaré ir (o lo sacaré con respeto, pero con fuerza, si fuera necesario) cuando me haga mal.
Comparto mi carta con tod@s por si alguien más estuviera allí, en el camino de formular algo parecido y le significa un empujoncito en “el aparato” que un día, hace “click”.
¡Bienvenido 2014!

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